Gustavo Cifuentes profesor en Historia |
El genocidio es un delito
Internacional que comprende cualquiera
de los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a
un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; estos actos
comprenden la matanza de miembros del grupo, lesión grave a la integridad
física o mental de los miembros del grupo, sometimiento intencional del grupo a
condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o
parcial, medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo,
traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. (Definición)
Ante la
iniciativa del Concejo Municipal de Sierra Grande de cambiar el nombre de la calle
“Julio A. Roca” por la de Pueblos Originarios, veo como positivo el debate que
se origina para hablar de algo que por mucho tiempo ha estado silenciado y con
responsabilidades importantes de nuestro Estado.
A fines del siglo
XIX, el Estado Nacional Argentino en consolidación logró someter a los pueblos mal
llamados “indígenas” que permanecían autónomos en territorios que el Estado
consideraba como propios. Ese espacio, considerado “desierto”, se integró a la
historia de la nación, “pujante y moderna”, que progresaba a la vez que se
sacudía los últimos resabios de salvajismo y barbarie.
Dichos relatos no dan
cuenta del genocidio del que los Pueblos Originarios fueron víctimas y lo
silencian e invisibilizan. Sin embargo, el accionar estatal para con los pueblos
se ajusta a la definición de genocidio que fue aprobada en 1948 por las
Naciones Unidas en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de
Genocidio.
El avance territorial
y la desaparición forzosa de millones de “indígenas”, fue un plan que organizó
el Estado, por lo tanto debe ser el Estado quien empiece a reparar semejante
daño a un pueblo y a una cultura preexistente a nuestro tiempo. Es por ello que
debemos relacionar el proceso histórico de sometimiento de los pueblos originarios
a manos del Estado nacional argentino con la definición vigente de genocidio;
dar cuenta de la vigencia de las políticas del estado argentino en relación al silencio
historiográfico que opera en el imaginario sobre los “indígenas” como
extintos o marginales y, por último, integrar a la discusión ciertos planteos
actuales que instalan en el debate político diferentes visiones de este
genocidio.
La idea predominante
de articular el pasado históricamente
no significa descubrir „el modo en que fue sino apropiarse de la memoria cuando
ésta destella en un momento de peligro. Será entonces el momento en que
los historiadores empecemos a contar otras historias que peligran en silencio.
Por mucho tiempo el relato historiográfico y
antropológico en Argentina contribuyó en la construcción de un doble supuesto
fuertemente instalado en el sentido común de la ciudadanía. Este sostenía, por
un lado, la extinción de los pueblos originarios a lo largo de un período de
tiempo vagamente recortado entre la llegada de los conquistadores españoles
(mediados del siglo XVI) y las “campañas al desierto” (1878-1885). Por otro
lado, simultáneamente, esta “desaparición” era interpretada como un proceso
“natural” de la historia universal de avance de la civilización sobre
sociedades “menos civilizadas” y no de una política estatal.
Debo reconocer que en algunos de los grandes centros
académicos, inclusive donde me formé como profesor en Historia, predominan
conceptos añejos sobre la desaparición de los pueblos originarios, no solo por
una intencionalidad de silenciar ya que la historia la escriben en su mayoría
extranjeros, sino por la ausencia de material bibliográfico contrario a la
“Historia Oficial”, por lo que hay que reconocer la tarea de historiadores
contemporáneos como Silvio Winderbaum que, conjuntamente, con las comunidades
organizadas de los pueblos originarios tratan de revertir esas ideas y
conceptos erróneos instalados en el colectivo de la sociedad.
Por último, debo decir que es una tarea que debe
traer una clara explicación a la sociedad, reparar un daño tan importante, como
la de reconocer a Julio A. Roca como un genocida y reconocer la lucha que
vienen sosteniendo los pueblos originarios debe tener un contenido ideológico.
No se trata de suplantar figuritas, ni de rivalidades históricas o de ídolos
falsos, se trata de ser coherentes con los procesos históricos que demandan hoy
un avance en políticas que reconocen las desigualdades y el derecho de
minorías, de reconocer el genocidio perpetrado contra los pueblos originarios
por intereses económicos que tenían bien en claro que la única manera de seguir
acumulando riquezas era la de avanzar sobre los territorios ocupados por los
pueblos originarios, no le importó al Estado de qué manera se hiciera, pero se
debía avanzar en las fronteras y Julio A. Roca
fue quien colaboró exterminando a gran parte de la población originaria
sin importar la edad, ni el sexo o la etnia.
Felicito la iniciativa y espero haber aportado un
granito de arena para avanzar en positivo sobre la propuesta de cambiar el
nombre a la calle Julio A. Roca por la de PUEBLOS ORIGINARIOS, pero hago la
salvedad, que no alcanza con cambiar un cartel, esto tiene que ir más allá,
recordemos que hoy todavía los pueblos originarios tienen una gran lucha por su
reconocimiento, pero además por la recuperación y tenencia de sus tierras y son
los funcionarios electos por el pueblo, los principales responsables de recoger
esas demandas y hacerlas valer con la
normativa necesaria.
Hago un saludo extensivo para todo el cuerpo
legislativo, para la comunidad originaria presente y para todos los que de
alguna manera trabajan o luchan en pos de una sociedad con menos injusticias.
Gustavo Cifuentes
Profesor en Historia
Presidente Centro Socialista de Sierra Grande